Odio, cuánto pesas.
El terremoto parecía ser la oportunidad de ensanchar los mínimos comunes entre los chilenos. Por semanas fue así: las iniciativas de ayuda mutua se multiplicaron, aún con el grotesco contraste de saqueos y fraudes.
Pero apenas cuatro meses después, las ácidas disputas sobre el financiamiento de la reconstrucción -legítimas en sus fondos, inaceptables en algunas de sus formas- revelaron distancias enormes, no superadas, entre dirigentes de acá y de allá.
Entre medio, la Roja de todos -sí, en Chile hay algo que efectivamente se postula como de todos- se presentaba como el paradigma del afianzamiento de la unidad. Hasta se vio a un indígena de blanco abrazarse con un azul de corazón, los dos revestidos de rojo.
Pero llegó el día de la derrota-clasificación frente a España, y en el Forestal se esfumó la unitaria paz. Increpé a un jovenzuelo quinceañero que lanzaba piedras a carabineros -a lo que veía de él en realidad, cubierta su cara por la consabida pañoleta- y en pocos instantes había tres o cuatro bultos más amenazándome. Comprobé que estábamos en el Día del Joven Celebrante.
¿Por qué esas rabias? ¿De dónde esos odios? No es cuestión reciente. Viene de finales de los años 40, al menos.
Nuestra investigación sobre el cultivo del odio en Chile lleva ya una década. Decenas de miles de documentos han sido recopilados, muchos cientos de entrevistas realizadas, casi veinte memorias dirigidas. Va presentándose ya, de a poco, ese grato sedimento de la reposada investigación histórica.
Dentro de un tiempo -el historiador busca dominarlo hacia el pasado, pero nunca puede preverlo hacia el futuro- se publicará.
Y, por supuesto, desencadenará nuevas afrentas, otros odios: servirá para comprobar la propia tesis. Es una pena, pero ahí está.
Pero apenas cuatro meses después, las ácidas disputas sobre el financiamiento de la reconstrucción -legítimas en sus fondos, inaceptables en algunas de sus formas- revelaron distancias enormes, no superadas, entre dirigentes de acá y de allá.
Entre medio, la Roja de todos -sí, en Chile hay algo que efectivamente se postula como de todos- se presentaba como el paradigma del afianzamiento de la unidad. Hasta se vio a un indígena de blanco abrazarse con un azul de corazón, los dos revestidos de rojo.
Pero llegó el día de la derrota-clasificación frente a España, y en el Forestal se esfumó la unitaria paz. Increpé a un jovenzuelo quinceañero que lanzaba piedras a carabineros -a lo que veía de él en realidad, cubierta su cara por la consabida pañoleta- y en pocos instantes había tres o cuatro bultos más amenazándome. Comprobé que estábamos en el Día del Joven Celebrante.
¿Por qué esas rabias? ¿De dónde esos odios? No es cuestión reciente. Viene de finales de los años 40, al menos.
Nuestra investigación sobre el cultivo del odio en Chile lleva ya una década. Decenas de miles de documentos han sido recopilados, muchos cientos de entrevistas realizadas, casi veinte memorias dirigidas. Va presentándose ya, de a poco, ese grato sedimento de la reposada investigación histórica.
Dentro de un tiempo -el historiador busca dominarlo hacia el pasado, pero nunca puede preverlo hacia el futuro- se publicará.
Y, por supuesto, desencadenará nuevas afrentas, otros odios: servirá para comprobar la propia tesis. Es una pena, pero ahí está.