El estado privatizado - Columna modélica 6
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Continuamos el análisis de El Otro Modelo, a pocos días de la definición presidencial, recordando que el conocimiento de las líneas matrices de este libro resulta imprescindible para imaginar las coordenadas de un eventual gobierno de la Concertación más el PC.
En su
segunda parte, el texto se centra en lo que los autores llaman El
Régimen de lo público. ¿Cómo explicar su necesidad?
Proponiendo un cambio completo de terminología -lo que
implicará ciertamente una mutación radical en los aterrizajes
prácticos- asumen que el Estado no debe ser el
garante o gestor del bien común, sino el representante del
³interés general² (126).
Hoy,
estiman los autores, el Estado privatizado -ponen el
ejemplo en concreto del Ministerio de Educación, al que consideran
³un individuo privado² (132)- enfrenta sus relaciones con los
solicitantes de autorizaciones varias suponiendo que ³no hay un
interés distinto del interés del solicitante² (129) y por eso,
insisten, el Estado no se preocupa realmente de quienes lo necesitan.
Lo que subyace a esta mirada de los autores es que los solicitantes
son siempre unos individualistas egoístas y hoy el Ministerio un
erróneo servidor negligente de esos intereses. Jamás consideran al
solicitante como un tercero al que hay que servir, sino como un
apitutado ante el que hoy se inclina el Estado privatizado
(133).
Una
señal clara de esa concepción es la queja de Atria y sus adláteres
respecto de los plazos o condiciones que existen para que el Estado
emita ciertas resoluciones (135). Ciertamente, eso les incomoda.
Olvidan así que la tarea estatal debe ser ejercida con la probidad
del servicio público, es decir, que su obligación es servir, no
molestar.
Pero si
el Estado realmente es hoy un agente privado (134), ¿porqué no
está en competencia con otros? ¿Porqué no es factible eludir sus
reglas para contratar con quién más le convenga a cada
particular?
Lo que
subyace a esa supuesta privatización, sostienen los autores, es que
el Estado chileno desde el Presidente Pinochet ha querido tener una
tarea mínima, rechazando toda función mayor (138). Pero, ¿no
experimentan acaso los chilenos hoy justamente lo contrario, es decir,
señales de una creciente y a veces avasallante entrada del Estado en
todos los ámbitos de la vida?
Más
al fondo todavía, los autores revelan una falsa concepción de la
relación entre dos principios básicos. Afirman que si no hay
igualdad no hay libertad: cuando no es igual para todos, la libertad
no es libertad, es privilegio, nos dicen (139). Eso es falso por
completo. Si fuera posible igualar por un instante todas las opciones,
se produciría en el momento siguiente la desigualdad de resultados,
justamente como fruto de la libertad. ¿Habría que eliminar esos
resultados para volver a fojas cero a cada instante como homenaje a la
igualdad?
Quizás sea ésta justamente la tarea que le corresponda al
Estado en el Modelo que los autores nos proponen.
En la
columna final de la semana próxima, mostraremos qué régimen de
lo público quieren para Chile.
Gonzalo Rojas Sánchez
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