Siervos y pueblos originarios

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A mediados de febrero de 1861, hace justo 150 años, Alejandro II, Zar de todas  las Rusias, decretó la libertad de los siervos. Esas almas muertas que el personaje de Gogol compraba para dárselas de poderoso, en la medida en que eran hombre vivos, comenzaban a tener una vida distinta, al menos en el papel.

Desgraciadamente, casi todo quedó en el papel.

Los primeros en experimentar que no era nada de fácil integrar a los ex siervos en la vida rusa, fueron los populistas. Se lanzaron al campo, convencidos de que los mujiks constituían la clase revolucionaria por excelencia. Fracasaron.

Cincuenta años después, hacia 1906-7, Stolypin,  ministro de Nicolás II, intentó una reforma agraria para hacer avanzar al campesinado ruso   -más de cien millones de personas-  hacia una verdadera vida digna. Fue asesinado.

Stalin, pasadas dos décadas largas desde ese nuevo fracaso, practicó otra fórmula, mucho más exitosa para "integrarlos" a la sociedad, ya soviética: los aniquiló por la colectivización y el hambre. Entre 7 y 11 millones perecieron a partir de 1928 y especialmente en los terribles años 1932 y 1933.

Ingeniería social, varias formas de ingeniería social, todas fracasadas o criminales, porque nunca hubo una pizca de trabajo humanitario fundamental con esos hombres, tan rústicos como crédulos, más allá de la tarea religiosa realizada por la Ortodoxia y por los Viejos creyentes.

Hoy se oye hablar en Chile de un eventual reconocimiento constitucional para los pueblos originarios.

Papel más o menos, si no se despliega una tarea de formación humana y cultural mucho más efectiva que la realizada hasta ahora, los indigenistas, los reformistas y los violentistas se seguirán disputando el capital político de esos pueblos, sin que consigan otra cosa que usarlos como pretexto, mientras los mantienen sumidos en la miseria.

Por cierto, en Rusia hubo una pequeña cantidad de campesinos que dejó el campo para integrarse a las ciudades. Es lo que una gran mayoría de los indígenas ha hecho ya en Chile, porque son chilenos.


Gonzalo Rojas Sánchez