Una pausa, por favor.

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La capital vive días más tranquilos. En las cercanías de la fiesta de Santiago apóstol, pareciera que todo contribuye a valorar más la noción de pausa, el concepto de intervalo: vacaciones escolares y universitarias, una pequeña brecha en la nube contaminante, la circulación automotriz notoriamente menor, una que otra lluvia breve cada tres díasŠ
Desde regiones, a los santiaguinos nos miran con algo de compasión, pero como hemos logrado exportarles parte de nuestra trepidación, estas consideraciones valen también para esas privilegiadas ciudades de provincias.
Necesitamos recuperar, a diario y semanalmente, el sentido de la pausa, del cambio de ritmo, la importancia del intervalo.
Pausa, ante todo para cortar el día en trozos razonables; intervalo para almorzar, breve pero sereno; intervalo entre el trabajo y el sueño, intenso en dedicación a la familia. Y después, por cierto, el corte fundamental: un sueño reparador (una vez más aparece la exigencia ardua: hay que apagar pronto la tele en el dormitorio o expulsar a la intrusa de esos dominios, de una vez por todas).
Pausa, en el trabajo mismo, para preparar cada cosa: el día completo, con una adecuada revisión matutina de la agenda, y cada una de las principales actividades, para que la improvisación, la tincada, el olfato y la ocurrencia genial de última hora, cedan su lugar a la ponderación y al criterio.
Pausa para leer bien el diario, para entrar a internet sólo a las páginas imprescindibles en información, para asistir a eventos que agreguen comprensión de la realidad y no inserción en la banalidad.
Pausa de fin de semana: tiempos de contemplación artística, para oír música (y nada más que oírla) para leer literatura clásica (y nada más que leer) para caminar por parques, montañas o calles de renovada arquitectura, y apreciar las formas de la naturaleza y los aportes humanos (y de paso, ahora sí, para conversar con parientes y amigos).
Pausa para un deporte intenso o laxo, competitivo o recreativo, individual o colectivo, pero que permite captar la fugacidad de las capacidades corporales y, al mismo tiempo, lo importante que es cuidarlas.
Intervalos más largos y tranquilos, para pensar en serio el porqué de las cosas fundamentales. "Todo el mundo debe tener períodos de su vida y momentos en su día, que sean partes constitutivas y permanentes de ellos, en que se calla, se concentra y -con un corazón vivo- se hace alguna de las innumerables preguntas que suprime durante un día ocupado," recomendaba el gran O'Malley. Un tiempo fijo todos los días, otro quizás mensual y, por cierto, unos pocos días al año, donde uno se toma en serio a sí mismo y a Dios.
Todo lo anterior exige un esfuerzo (pausado), porque cuesta. Hay que saber perder tiempos para ganar en calidad de tiempo total. Eso cuesta. Esta misma columna fue escrita en 34 minutos, sin pausa. Perdón.