Testimonio en semana electoral

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Voté por primera vez hace 40 años, en marzo de 1973. Comenzaba tercer año de Derecho y primero de Licenciatura en Historia, en la PUC. Tenía 19 años y venía del mejor colegio que ha habido nunca jamás, el Saint George’s College de los años 50 y 60. Eso, indudablemente, significaba haber adquirido convicciones fuertes.

Cuando recuerdo ahora esa votación, concluyo que eran tres las coordenadas que marcaban nuestra vida de universitarios durante Allende. Por una parte, la certeza de que la elección que teníamos por delante era muy importante, decisiva. No se trataba, por cierto, de una afirmación teórica, sino muy operativa, ya que los jóvenes de aquellos años no expresábamos nuestras posiciones cada 30 días en lucidas manifestaciones, sino que realmente nos involucrábamos diariamente en la defensa de nuestras ideas. En concreto, los gremialistas lo éramos a tiempo completo, porque teníamos conciencia de que en cada acción se jugaba el destino de la universidad, de la libertad, de Chile. Por eso, estudiábamos con la misma intensidad con la que participábamos en una asamblea o con la que votábamos.

Las parlamentarias del 73, por eso mismo, se nos presentaron como la encrucijada en que las ideas de nuestros padres, los estilos de vida que habíamos aprendido y los aterrizajes de la libertad, estaban todos en juego. La Unidad Popular venía intentando su proyecto totalitario con creciente voluntad: había que enfrentarlo y había que derrotarlo, por la salvación de Chile.

Hoy, los jóvenes entre 18 y 25, ¿son conscientes de cómo están de nuevo en juego la vida y la familia, la educación y las libertades?

En segundo lugar, enfrentábamos la elección con la clara conciencia de que al frente había rivales muy peligrosos. Sabíamos cuánto había penetrado el marxismo en sus conciencias, cómo los había convocado a un gran proyecto de violencia y de odio. Desde mediados de los 60, lo habíamos percibido en la vida escolar, y ya, con unos pocos años de experiencia universitaria, lo habíamos confirmado. Los conocíamos, sabíamos qué textos habían leído, ubicábamos a sus gurús.

Pero hoy, para muchos jóvenes, esa simple noción, la de rivalidad, resulta inaceptable. Pobres entes abstractos, capturados por una visión neutralizadora de los procesos sociales, todo lo que huela a conflicto les parece perverso. Así, ignorantes de quienes tienen por adversarios, entregan uno por uno los ambientes en los que debieran rivalizar, y quizás terminen por rendir el país completo.

Y, en una tercera dimensión, teníamos un ideario concreto. Éramos casi todos unos cabros chicos, pero nadie nos podía negar la condición de buenos lectores; éramos también discutidores con fundamentos y frecuentes asistentes a cuanto ciclo de formación nos ofrecían nuestros mayores, a quienes admirábamos por su empeño en darnos esas oportunidades. Jaime Eyzaguirre ya había muerto, pero nos lo explicaban; Julio Philippi era referido como el filósofo del derecho; se acudía a las doctrinas pontificias, para fundamentar en filosofía y en antropología. Por cierto, nada de esto habría sido posible sin Jaime Guzmán, pero que le hiciéramos caso, era mérito compartido.

En la vida pública, ¿éramos mejores que los jóvenes actuales? Sí; por las razones expresadas, sí. La respuesta contraria sería demagogia pura.

Pero la afirmación de nuestra superioridad en la formación y en el compromiso nos obliga, eso sí, a un enorme esfuerzo: los que hoy tenemos más de 60 somos directamente responsables de la generación que ahora deberá enfrentar la nueva noche oscura que se cierne sobre Chile.

Yo, el domingo, soy vocal de mesa. Y tú, joven, al menos ¿votas?
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